Estoy varado en la plataforma del tren, junto a la puerta. Sostengo en la mano una maleta.
No sé si entro o salgo.
Dudo con una duda flácida, desleída, y que sin embargo es cuanto ocupa mi mente. Será falta de coraje.
Froto mi frente con el pañuelo blanco de la vacilación.
¿Y si me equivoco?
Si bajo los escalones de hierro y dirijo un Hola, por muy inefusivo que sea, a aquellos que ya han recibido de mí un Adiós.
¡Qué apabullamiento!
Si me adentro en el tren y desde el angosto pasillo agito una mano para decir Adiós a aquellos que de mí esperan un efusivo Hola.
¡Qué desquiciamiento!
Ay, ay…
Vuelvo a frotar mi frente con la tupida franela de la incertidumbre.
No sé si voy o vengo, si vengo o voy.
Y podemos estar así una eternidad.
Y es que todo esto no es ninguna menudencia.
Estamos hablando, nada más y nada menos, acerca de si el mundo debe girar en un sentido u otro.